Puede que no lo hayas pensado exactamente así, pero estoy seguro de que lo has intuido muchas veces: educar es, esencialmente, acompañar. Y, sin embargo, ¿cuántas veces hemos reducido la educación a un plan de estudios, una metodología, una nota final o una rúbrica cuidadosamente diseñada en un Excel?
Es el corazón de la educación. Es poner al otro en el centro, no porque lo diga un póster motivacional en la sala de profesores, sino porque lo creemos de verdad. Acompañar no es decirle al alumno lo que tiene que hacer, sino ayudarle a descubrir quién es y qué puede llegar a ser. Es pasar de la enseñanza como transmisión a la educación como relación. Y sí, también es un acto profundamente ético.
Y ahora es cuando debo ser prudente y matizar que acompañar no es hacer de psicólogo aficionado, ni de mejor amigo, ni de solucionador universal. Acompañar es presencia cualificada, es estar sin invadir, es sostener sin cargar, es sugerir sin imponer. Y todo esto, ¿quién lo hace? Pues lo debería hacer toda la comunidad educativa. No el tutor de guardia ni el orientador en solitario. Todos: claustro, dirección, personal no docente… todos. Porque una escuela acompañante no se improvisa: se construye desde la cultura institucional. Y, por supuesto, esto también incluye a las familias. Bueno…, mas que incluir es que ellas son las principales responsables de que todo esto suceda.
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