En muchos colegios se ha instaurado la práctica de prohibir los dispositivos electrónicos a los estudiantes como si fueran un peligro incontrolable. Práctica aplaudida por las familias, que luego dejan a los niños horas y horas delante de cualquier pantalla. La intención es simple: mantener a los jóvenes concentrados y evitar distracciones, pero esta estrategia, más allá de la buena intención, resulta profundamente equivocada. Como decía John Dewey, uno de los grandes pensadores de la educación moderna, “Si enseñamos a los estudiantes de hoy como enseñábamos ayer, les robamos el mañana”. Prohibir no enseña responsabilidad, ni prepara para la universidad ni para la vida laboral, y mucho menos desarrolla habilidades que los estudiantes inevitablemente necesitarán.
Cualquier herramienta, desde un martillo hasta un teléfono inteligente, puede ser útil o dañina según cómo se use. Limitar a los estudiantes el acceso a la tecnología es como decirles que ciertos objetos son peligrosos por sí mismos, cuando en realidad lo que importa es aprender a utilizarlos de manera ética y productiva. Es ridículo “castrar” a los jóvenes en el uso de smartphones o computadoras dentro del colegio, mientras se espera que manejen estas mismas herramientas con soltura y criterio en la universidad, en su futuro profesional o en la vida cotidiana.
El problema no está en la tecnología, sino en la falta de educación sobre su uso. Enseñar a los estudiantes a gestionar su tiempo frente a la pantalla, a filtrar información, a identificar fuentes confiables y a respetar límites éticos debería ser la prioridad. Un ejemplo clásico de innovación que al principio se veía disruptiva es el uso del laboratorio de ciencias con experimentos abiertos y “aprendizaje por descubrimiento”, que en su momento fue criticado como desordenado y poco serio, y hoy es un estándar en colegios y universidades de todo el mundo. De manera similar, permitir que los estudiantes usen dispositivos para investigar, crear contenido o colaborar en tiempo real puede parecer arriesgado al principio, pero con normas claras y acompañamiento docente se convierte en una herramienta poderosa de aprendizaje.
Prohibir también genera un efecto paradójico: la tecnología se convierte en un objeto de deseo y, cuando vuelve a estar disponible, se usa sin criterio ni límites. Por el contrario, si se enseña a manejarla correctamente, se transforma en un aliado del aprendizaje: facilita investigación, fomenta la creatividad, permite colaborar a distancia y prepara a los estudiantes para entornos laborales digitalizados.
La educación digital responsable no depende de un país o sistema educativo específico; se trata de un principio universal. Colegios que han integrado dispositivos bajo supervisión y con normas claras muestran que es posible combinar tecnología y aprendizaje sin perder el control del aula. Los docentes, capacitados y respaldados, pueden usar la tecnología como herramienta pedagógica, mientras desarrollan habilidades blandas y guían a los estudiantes para que sean críticos, responsables y éticos en su uso.
Prohibir dispositivos electrónicos es una solución simplista, basada en miedo y desconfianza hacia los jóvenes, que no aborda la raíz del problema. La verdadera tarea de la educación moderna es enseñar ética, responsabilidad y criterio, de modo que los estudiantes puedan usar cualquier herramienta, incluida la tecnología, para aprender, crear y resolver problemas. Solo así se evita que la escuela se convierta en un espacio de limitaciones artificiales mientras fuera de sus muros los estudiantes enfrentan un mundo digital sin preparación ni orientación.
La tecnología no es enemiga del aprendizaje; lo es la ignorancia frente a su uso consciente. Enseñar a manejarla de manera ética y responsable es mucho más útil que prohibirla, y garantiza que los jóvenes estén preparados para la universidad, la vida laboral y la sociedad que ya es digital en todos sus ámbitos.
Por Alfonso Algora, director de posgrado de Universidad Indoamericana de Ecuador y consultor internacional de educación.