Una reflexión profunda, serena y sabia desde los 77 años.
Después de una vida activa, fecunda a veces y otras no tanto, llena de caminos, uno se encuentra con el umbral de la lentitud, el peso del cuerpo y el silencio que sustituye a las palabras. Pero en ese aparente vacío se esconde una revelación que alguna vez me aparece como destello: la vida sigue siendo fértil, solo que ya no desde el hacer, sino desde el ser.
Hay un tiempo en la vida en que ya no somos llamados a conquistar, sino a consentir. Cuando el cuerpo se detiene, el alma aprende el arte más alto de todos: el arte de dejarse hacer. ¡Ayúdame Señor!
En la juventud y en la madurez, la energía nos lanza hacia el mundo como una flecha: queremos construir, poseer, enseñar, decidir, corregir, arreglar. En la vejez, la vida nos invita —a veces con dulzura, otras con el aguijón del límite— a la pasividad, palabra que suena amarga en tiempos de rendimiento. Entiendo que no se trata de inactividad, sino de una actividad del alma, una disponibilidad a lo que viene sin resistirlo, una apertura a lo gratuito.
En la edad de los mayores, las fuerzas declinan, los reflejos se apagan, los hijos -en este caso, los de los otros- vuelan, el mundo corre a otro ritmo. Muchos viven ese tránsito como una humillación. Sin embargo, ahí se esconde una revelación: Dios mismo, que un día “descansó de su obra”, nos quiere introducir en su propio reposo. La aparente inutilidad puede convertirse en santuario. Quien no puede correr, contempla; quien ya no produce, bendice; quien ya no enseña, calla y deja que hable el silencio.
Pero no se llega a esa serenidad sin cruzar antes un desierto interior. Lo recorro y me lo cuentan.
Para quien ha vivido muchos años entregado a tareas, a compromisos, a causas y responsabilidades, el detenerse duele. Duele el cuerpo que ya no obedece, duele el pensamiento que se repite, o la memoria que se hace niebla… Duele el tiempo vacío. La acción daba identidad contemplativa – y más en los jesuitas-, pero de pronto esa identidad se derrite entre las manos. Uno siente que ha pasado de ser necesario a ser prescindible, y en ese hueco se abre una herida de silencio.
A veces el alma se rebela: busca tareas nuevas en lo escondido, porque quiere seguir siendo útil, temiendo la sombra del olvido. Pero intuyo – y a veces “pre-veo”- que es precisamente ahí donde comienza la verdadera madurez espiritual: cuando ya no se sirve por necesidad, sino por amor; cuando la utilidad deja paso a la gratuidad.
Me cuesta aceptar la pasividad como un acto romántico; se me acerca más al morir esperado, luminoso quizás, pero lento. Muy lento y a veces amenazante. Con la cabeza sigo creyendo que “la muerte no es nada, solo he pasado a la habitación de al lado”, que diría san Agustín. Pero mientras tanto debo asumir que Dios nos quite incluso el orgullo de haber hecho el bien, que uno cree que ha sido a muchos pero en realidad no ha sido a tantos. Y, cuando todo se apaga, descubrir que lo único que queda —y basta— es ser amados.
¡Y me sigue costando!
La cultura actual teme a la pasividad porque la confunde con esterilidad. Pero me anima ver una pasividad fecunda, la de la tierra que se abre al cielo, la del seno que se deja habitar, la del anciano Simeón que tomó en brazos al Niño y dijo: “Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz”. Su pasividad fue el lugar de la plenitud.
¿Cuándo lo veré más cerca de mí, Señor? ¿En mis entrañas por ejemplo?
Ahora uno ya no crea apenas nada, pero genera presencia. Ya no se siembran proyectos, pero se siembra paz. La mirada se vuelve compasiva, porque ha visto demasiadas guerras interiores para juzgar las ajenas. La voz se suaviza, el gesto se ralentiza, la oración se hace respiración – también entrecortada- más que cumplimiento. He visto ancianos que han asumido su pasividad y se vuelven maestros de mansedumbre, sin decir palabra. Y me dan envidia.
Asumir las pasividades no significa aceptar la tristeza o el abandono. Significa acoger el ritmo más lento de Dios. En ese tiempo de lentitud, la ternura se vuelve sacramento. Los gestos cotidianos —una taza de té ofrecida, una conversación corta, la brisa en la cara— adquieren una hondura nueva. Todo se vuelve más simple y más verdadero. Y los colores, aparentemente los mismos, se multiplican con la mirada atenta y fija. Como me enseñaba mi hermano.
He conocido ancianos que ya no podían levantarse, pero que bendecían el aire y la gente con sus manos temblorosas. Otros, que repetían la misma frase cada día: “Gracias, Señor, por este sol”. Y otros que dan gracias aferrados al pasamanos de la barandilla del pasillo o la escalera. En ellos se cumple una de las bienaventuranzas menos comprendidas: “Dichosos los pobres de espíritu”. Porque el pobre de espíritu no es quien no tiene, sino quien ha dejado de defenderse. Y quizás, solo se apoya …en la fuerza del Espíritu. Precisamente.
Quizá la mayor tarea espiritual de la vejez sea permitirse ser llevado por el próspero viento que sustituye al duro bregar con los remos. Como Pedro el pescador y tozudo remero, a quien Jesús dijo: “Cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero cuando seas viejo, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras”. Es una frase dura y luminosa. Deja el remo y vuela al hilo del viento. En ella se encierra todo el misterio pascual: pasar de la iniciativa al consentimiento, del hacer al recibir, del control al abandono amoroso en el vuelo.
El anciano que se deja llevar por el tiempo, -“por Dios en él”, que me dijo Paco desde la altura del tercer piso- no se degrada, se eleva. En mi caso también llevado por los compañeros, o por la familia, o por los amigos, incluso por los superiores… O por la lectura lenta y también sostenido a veces por algunos fáciles renglones mal escritos.
Es el vuelo del último pájaro al caer la tarde. Es la confianza de quien sabe que la noche no es el fin, sino el umbral de la aurora eterna. Y quiero saberlo más: es decir, saborearlo.
Hay una edad en que el oficio del alma es simplemente estar. Nos lo ha dejado escrito un buen compañero de comunidad. Estar con Dios, con la memoria, con los que quedan. Estar mirando cómo los días se acortan, pero también cómo la luz se vuelve más dorada. Estar sin prisa, sin miedo, sin exigencia. Esa quietud, si se acoge con fe, se convierte en una ofrenda silenciosa que sostiene el mundo. Pero ¡cuánto cuesta aceptar esta conversión!
Porque la humanidad necesita tanto de los que hacen como de los que esperan. Necesita la energía de los jóvenes –por ejemplo algunos que han pasado por mi casa últimamente- y la pasividad contemplativa de los mayores, que sostienen el cielo con sus manos invisibles. Si un día el mundo se salva, será también por ellos: por los que ya no pueden correr, pero rezan; por los que ya no recuerdan, pero aman; por los que ya no mandan, pero perdonan.
La llamada tercera edad (por qué no la cuarta) no es un crepúsculo: es el ocaso de oro donde el alma aprende la obediencia última -a la que siempre los jesuitas nos ofrecemos-. La del dejarse amar.
Asumir las pasividades no es rendirse, sino permitir que Dios nos teja en su quietud. Y cuando ya no podamos hacer nada, y se apague el emocionante “en todo amar y servir” tal vez, al fin, comprendamos que Él lo hace todo.
Fuente en Vida Nueva: https://short.do/VJqxVG
